El mito de la institución educativa
La escuela, como toda institución, está blindada por una serie de paradigmas que la gran mayoría de la población acata de manera ortodoxa, ejerciendo rara vez el pensamiento reflexivo. El uso deliberado del término "reflexivo" en lugar de "crítico" responde a mis dudas sobre la existencia real de un pensamiento crítico en algún momento histórico: nuestra permanente contaminación ideológica, a través de medios que se han transformado diacrónicamente, nos condena a perseguir sombras de una lucidez inalcanzable.
Primero: La escuela se erige como un bastión de igualdad de oportunidades, un espacio donde todos cabemos y donde el esfuerzo individual cosechará recompensas en forma de credenciales que nos distinguirán por clases y privilegios. Nada más lejos de la realidad. Por su naturaleza elitista —propia de toda institución—, la escuela premia sistemáticamente la cultura dominante que el alumno arrastra desde sus socializaciones primarias, un capital cultural ya sedimentado.
De este modo, perpetúa una violencia simbólica contra quienes no encajan en los moldes del ciudadano ideal. Estos "ciudadanos modelo" rara vez cuestionan o reflexionan sobre las desigualdades en las oportunidades asignadas, lo que forja una sociedad dócil y ferozmente competitiva. En ella, el sentido de comunidad se disuelve ante logros individuales que solo legitiman estatus efímeros. La cultura arbitraria de la escuela nos inocula una culpa colectiva por no haber conectado con ella, estigmatizando la contracultura escolar como un conflicto patológico e inválido. Así, se olvida que el verdadero motor del cambio yace en el cuestionamiento y la acción —precisamente el ethos contraescolar de las clases oprimidas.
Segundo: La idea de que el paso por la escuela garantiza un aprendizaje significativo —como ya denunciaba Ivan Illich— es una ilusión. La mayor parte de los saberes prácticos que instrumentalizan al ciudadano surgen en la socialización cotidiana y en el mundo laboral, ámbitos que la escuela eclipsa deliberadamente. Esta solo equipa al individuo con la cultura dominante y caprichosa de la institución, abriendo puertas a un "buen puesto" futuro.
La noción de que la escuela genera capital humano ha sido desmontada por las teorías credencialistas, que revelan cómo, en la mayoría de los oficios, el campo académico de origen es irrelevante: el aprendizaje real ocurre en el trabajo. De hecho, un título universitario multiplica las oportunidades de empleo independientemente de su pertinencia, mientras que el capital social heredado de la familia y el entorno dicta el resto. En suma, la escuela no asegura saberes profundos; sí asegura que, como cliente ideal y acrítico, acumules más oportunidades. Pero ¿qué pasa con los pobres, las familias desestructuradas, las personas con necesidades especiales o los inmigrantes?
Tercero: Se proclama a la escuela como un ideal de multiculturalidad, pero en verdad actúa como un agente clave en la segregación social. Un análisis de las dinámicas segregadoras confirma su rol protagónico: hablamos de barrios marginales y urbes degradadas sin indagar cómo estos patrones se incuban desde la infancia temprana. Negar el potencial de la escuela infantil y primaria para combatir la segregación equivaldría a revivir el pensamiento jesuita de siglos pasados, con su carga de pecado original. Otro flanco de esta fractura es la segregación por titularidad de los centros: los privados dividen la educación por renta y clase social, naturalizando un modelo de enseñanza para ricos y otra para pobres. Esto ensancha la grieta de una sociedad no solo segregada, sino éticamente empobrecida.
En esencia, la escuela aparenta ser accesible a todos, pero no lo es. Se infiltra sigilosamente como un mecanismo de validación clasista, donde el valor de unos se mide en detrimento de otros, desde posiciones de partida inequitativas.
El cambio exige una elevación de conciencia entre los futuros docentes —un desafío agravado por la distancia y frialdad de la institución en sus estratos superiores académicos—. Por eso, desde mi posición de estudiante —con sus limitaciones, pero impulsado por la voluntad—, ofrezco esta mirada.
Abolir la escuela sería caer en pensamientos utópicos que quedan en ideas vacuas e impracticables; por lo tanto, planteemos un debate serio. La insurrección del oprimido. Un hecho que puede darse solo con maestros concienciados de la realidad escolar y que se muestren competentes a la hora de plantear estas cuestiones con valentía y rigor teórico. Es necesario plantar cara a los paradigmas escolares para acabar con la perpetuación de un sistema injusto.
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